
27 Oct La (no) historia de mi máquina de escribir
La historia de mi máquina de escribir arranca en septiembre de 2018. Por aquel entonces estaba internado, con ambas manos vendadas y quemadas.
Uno de los fisioterapeutas me hablaba de la recuperación.
—Si los doctores ven óptimo sacarte los vendajes en las próximas operaciones, vamos a comenzar a trabajar la motricidad de tus dedos. ¿A qué me dijiste que te dedicabas?
—Soy escritor —le respondí.
—Buenísimo. Vamos a ver si te consigo una máquina de escribir así practicás. Creo que hay una en algún armario del hospital.
—¿Una máquina de escribir? ¿En serio? —pregunté abriendo los ojos ilusionados.
Aunque había tocado unas cuantas, jamás había tenido una para mí.
El tiempo pasó; finalmente mis manos fueron liberadas de las vendas el día que me dieron el alta, pero nunca vi la máquina de escribir.
Hasta mi cumpleaños de ese año, cuando Paloma me sorprendió con una.
—Vi cómo te entusiasmaste esa vez que hablaste con el fisio. La idea estuvo en mi cabeza desde hace rato —me decía mientras yo tecleaba con mis dedos torpes y duros—. No sabía bien dónde conseguir una, pero al final encontré ésta en venta en Facebook. El problema era cómo comprarla y que no lo notaras.
Entonces me contó todo su plan. Fue en el día de la madre, donde usualmente cada uno va a visitar a la suya. Llovía a cántaros ese domingo. Con mi suegro, la compraron online y viajaron a buscarla, mientras Paloma me escribía para chequear que aún no estuviera volviendo a casa.
La máquina estuvo escondida durante mes y medio en su maletín portátil y yo no me enteré.
Una Olivetti Studio 44. Color verde. Las primeras se fabricaron en 1952. Por supuesto, es usada, pero estaba tan reluciente que parecía que no había sido tecleada en mucho tiempo.
Paloma se encargó de ponerle cinta para que estuviera operativa.
Me encantaba tenerla ahí, en mi escritorio, escribir frases o anotaciones, sacarle fotos. Pero realmente nunca escribí algo en ella: ni un guion, ni un cuento corto, nada.
Hace poco leí precisamente un pequeño relato de Paul Auster, llamado “Historia de mi máquina de escribir”, donde cuenta cómo la compró sin ganas (ya que prefería escribir en cuadernos) y cómo terminó usándola durante toda su carrera. La máquina lo acompañó en muchos momentos de su vida. Escribió en ella la mayoría de sus novelas y hasta tuvo que stockearse de cintas, ya que estaban dejando de fabricarlas. Sus amigos le decían que se pasara a una computadora, pero él quería resistir todo lo posible.
Cuando terminé el relato me puse a pensar en mi máquina. Mi hermosa y bella Olivetti Studio 44, que me recuerda a mi esposa. Ella es la testigo silenciosa de mi estudio.
Quizás no escribí ningún guion ni historia, ningún relato ni cuento, pero ella estaba ahí. Siempre sobre mi escritorio, viendo cómo mis dedos teclean sobre la PC.
Y es que soy de otra generación, la que sabe cuán fácil es el Word y su opción de borrar.
Creo que había que tener mucha calidad y experiencia para escribir en esas máquinas: volcar las ideas en el papel sin la opción del borrado rápido. Eso era tener valentía.
El clic, clak, clic, clak y el chiiiin del final de párrafo. Tirar de la palanca de interlínea, ir al siguiente. Terminar una hoja, poner la otra, chequear la cinta, levantar el atril. Y lo más hermoso: no había internet, no había un mundo de distracciones a tu alcance.
Eran el escritor y la máquina. Nada más. Dos figuras bailando al compás de la narrativa.
Una historia de amor de las que ya no se encuentran.
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