13 Oct El día que dejé de ser Walter Mitty
Tengo una condición.
Es crónica.
La tengo desde que recuerdo y seguramente me acompañará a la tumba.
Cariñosamente la llamo “La Walter Mitty”, por la película. Aunque, si soy sincero, cuando estaba escribiendo esto descubrí que realmente existe una condición llamada Síndrome de Walter Mitty.
En fin. Yo no lo sabía y la nombre así: la Walter Mitty.
La vida secreta de Walter Mitty es un cuento corto sobre un hombre que no puede dejar de imaginar cosas, eventos, casi como si fueran otras vidas (quizás, es una de las interpretaciones válidas). Así, mientras deja a su señora en la peluquería y va a hacer los mandados, que ella de muy mala gana le pidió, imagina que está en una sala de operaciones, en la guerra, en un juicio.
La película, del 2013, fue dirigida y protagonizada por Ben Stiller y toma esta condición como partida para llevarla a otro lado.
Es una peli entretenida. No es de mis favoritas, pero es una peli para ver cuando estás un poco decepcionado de la vida (también Chef, de Jon Favreau, que es mucho mejor). Recuerdo haber visto el tráiler y decir: “Eso es lo que me pasa”.
Sí. Hice mucha presentación para contarte esto: a veces, hago la gran Walter Mitty.
Voy caminando por la calle y veo un edificio grande. De repente, empieza a caer y ayudo a una ancianita que quedó atrapada bajo unos escombros, solo para observar que Godzilla está detrás y viene hacia nosotros.
Luego, el semáforo cambia a verde y cruzo la calle. Vuelvo a la realidad.
Un poco por cosas como estas me gusta escribir. Imagino cosas locas y luego llego a casa y las escribo.
No todo es ciencia ficción; a veces imagino mi vida con eventos a lo “¿Qué pasaría si…?”.
¿Qué pasaría si no hubiera conocido a Paloma? ¿Estaría casado? ¿Con quién? Entonces me imagino la vida con alguna de las chicas que me gustaban antes de conocer a tu mamá (siempre mi vida apesta en esos escenarios).
O imagino mi vida si hubiera seguido estudiando Comunicación social. Probablemente estaría militando en algún partido político, quizás trabajando en una radio.
O si, con alguna de las bandas que tuve, siguiera tocando. No nos imagino como los Rolling Stones, sino como algo mucho más terrenal, una de esas bandas que ganan por cansancio, que tocan en los festivales a las cinco de la tarde y tienen sus doscientos o trescientos fans incondicionales. Algo así.
Imagino todo. Muchas cosas. Algunas me divierten, otras me dan miedo, otras me hacen sentir mal. Imagino todo.
Excepto a vos.
Debería haber empezado con eso.
Por alguna extraña razón, jamás pude imaginar a tu mamá embarazada.
Me preocupaba, pero, como temía que la gente me pudiera mirar raro cuando les explicara que vivo haciendo las Walter Mitty, no decía nada.
“Será cosa de la edad. Capaz me estoy volviendo viejo y ya no me sale más”, me mentía a mí mismo. Pero yo seguía imaginando todo. Todo menos mi esposa embarazada o mis hijos.
Cuando tenía unos diecisiete años tuve un sueño, muy real. Estaba en la cocina de mi casa, desayunando con mis tres hijos. La mayor era mujer, el del medio era un niño y la más chiquita, a quien vi con más claridad que al resto, una niña. Tenía ojos claros y rulos. Solo recuerdo el nombre de la pequeña. Se llamaba Luisa.
Yo había imaginado a mis hijos una vez.
Entonces ¿por qué ahora no podía?
Cuando llegaron los negativos, lo supe. No podía imaginarlo porque no iba a pasar.
No podíamos quedar embarazados y por eso Dios no me permitía soñar con eso. De buena onda, digamos.
Podía imaginar la vida sin hijos, eso era fácil. Pero todo lo demás se hacía imposible.
Luego del test positivo y la confirmación, tampoco podía.
Tu mamá siempre fue flaca, así que imaginarla con panza es todo un reto. Y encima la panza no crecía mucho.
Hoy la veía mientras se preparaba para ir a trabajar. Es inmensa. Casi seis meses y medio.
Oramos juntos con nuestras manos en la panza y pateaste.
Sigo sin caer.
Y sin imaginarte.
Sé que vas a ser la más linda del mundo. Pero mi imaginación llega hasta ahí.
Mi imaginación llega hasta vos.
Vos sos más de lo que pude imaginar.
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