25 Nov Encañonado
Tengo casi 30 años y puedo decir que nunca me asaltaron. Nadie me arrebato la mochila, no me pidieron el teléfono en una esquina, nunca me pungaron en el bondi, o desapareció mi billetera o algo de valor de mi mochila. A decir verdad, nunca un asaltante me amenazo con un arma. Pero si la policía.
No miento. No podría, y menos con esto.
En general en mi adolescencia y juventud siempre era parado por la policía. Un poco por la pinta de músico con la que solía disfrazarme en aquella época y un poco porque vivía en algunas zonas que eran complicadas a la noche.
Tengo muchas de esas historias donde siempre me paraban.
Solo. Con mi cuñado. Con Paloma (aunque eran las menos). A veces solo me pedían el documento, otras era un chequeo y otras solo para molestarnos.
Pero esas serán para otro escrito, la de hoy es la del arma.
La historia arranca en barrio Pueyrredón, barrio de mi infancia y dónde viven mis abuelas. Era domingo y estaba en la iglesia con mi mamá.
Mientras sonaba la banda y la gente cantaba yo sufrí un espasmo de estómago. Un frío me recorrió por el cuerpo y me hizo vibrar las piernas. Yo sabía (porque uno siempre sabe) que viene la diarrea.
Miré a mi mamá, le susurré que me sentía mal y que me iba a casa de la abuela. Y tenía sentido porque estaba a dos cuadras, pero realmente dudaba de llegar.
Son esos momentos que uno solo piensa en un inodoro. Vamos, no sé hagan los giles, a todos nos pasó.
Crucé entre la fila de feligreses que adoraban pidiendo permiso y apartándolos con mi pequeña Biblia negra con tapas de cuero falso.
Ya en la calle apure mis pasos. “Tranquilo, tranquilo, llegas” me dije. Pero la panza se volvió a retorcer como diciéndome “no llegas, ¡corre!”
Trote. Intentando estar tranquilo. Pero fue peor. Ahí llegué a la esquina.
No sé qué hacían ahí, ni nunca más los volví a ver. Tampoco sé porque me miraron cual lobo a venado herido.
Tres perros me miraban fijo. Su postura me decía que iban a saltarme en cualquier momento.
Corrieron hacia mi (que los había adelantado unos metros, pero seguía viéndolos de reojo) y no tuve otra opción que acelerar.
Corrí como nunca en mi vida, invadido por el espíritu de Barry Allen, ya no sabiendo si por la diarrea inminente o por temor a las mordidas.
Doble en la esquina, había corrido una cuadra a toda velocidad, quedaban unos metros hasta la casa de mi abuela, cuando el auto de policía se interpuso en la vereda. Tengo el recuerdo de verlo a gran velocidad saltar hacía los adoquines, pero puede que mi mente me exagere las cosas.
Lo que no es una exageración es que el policía que estaba en el asiento del acompañante abrió la puerta y por sobre el techo del auto me apunto con el arma.
—¿qué robaste? ¿Qué robaste? —me gritó.
Ahí lo vi. Tuve una de mis famosas Walter Mitty (como llamo a mis flasheadas) dónde me disparaban. Caía muerto y la policía se daba cuenta del error, me implantaban un arma o algo, decían que había robado, resistido a la autoridad, y chau.
Por supuesto que había levantado las manos. Estaba contra un galpón con los ojos cerrados, gritando la respuesta a su pregunta “nada, nada”
—¿y que tenés en la mano? – grito el cana.
El otro, el que manejaba también había bajado y se acercaba a mí, el que me apuntaba seguía firme y con cara de enojado.
—una Biblia, una Biblia— sollocé como niño de tres años a su mamá para evitar el castigo.
El cana que no me apuntaba lo chequeo, la Biblia negra le sonreía como diciendo “babosos”.
—es una Biblia—le dijo a su compañero serio. —¿y por qué carajo corrías así?
—Yo, los perros, y tenía que ir al baño, mi abuela, su casa, ahí…- dije rápido y sin pensar, asustado claro, el filo del arma me seguía haciendo muecas a la luz de la luna.
—¿que perros? ¿Qué perros?
Mire y no había rastros de los sabandijas.
—Anda, anda— me dijo el policía devolviéndole la Biblia mientras su compañero guardaba el arma. Yo seguía con los brazos arriba— nos avisaron de que un pibe robó una cartera y estábamos buscándolo.
—Dale, ándate— gritó su compañero. Me había gritado todas y cada una de las palabras que me dirigió.
Encamine a la casa de mi abuela, debí estar pálido porque me preguntó que me pasaba, yo la abrace nomás, le dije que me sentía mal y me tire en la cama.
Sería genial terminar la historia diciéndoles que literalmente me había echo caca encima del miedo, haciendo honor a la famosa expresión. Pero no. El dolor de panza seguía, pero no fui al baño, de hecho, del miedo, no fui al baño en dos días.
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